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lunes, 17 de diciembre de 2012

LA LUNA, de Mercy Flores

A Mercy Flores le gustó tanto este vídeo que siguió pensando en la luna y nos deleitó con un micro particular exclusivo para él.



LA LUNA 

Encontré la luna en la ventana, sí, allí estaba como sí nada. Me senté en el alféizar y la intente tocar con la yema de los dedos y un polvo multicolor se desprendió de ella. Noté un intenso dolor que me atravesó el cuerpo, sentí que me partía la columna vertebral en dos y mi alarido atravesó la noche. 
Mi padre asustado acudió a mi habitación y me halló sentada en la luna y a pesar de que tiraba de mi con todas sus fuerzas no logró bajarme de allí pues una inmensas alas salían de mi espalda y se aferraban casi con terquedad al satélite de plata y cuanto más me unía a la luna más feliz me sentía. Mi cuerpo quedó traslúcido y de mis delicadas manos caía polvo de hadas que llegaba a los bosques más lejanos repoblando de esta bella especie, a las viejas encinas y a los añejos robles.
A partir de entonces mi padre me buscaba en las noches para salvarme de la luna pero ahora era yo la que no quería escapar; él lloraba porque no entendía hasta que una noche se lanzó desde el alféizar y se agarró a la luna y entonces lo comprendió, pero como no había sitio para los dos cayó en una profunda caverna del bosque y como a mí, el polvo de hada lo convirtió; pero al estar allí poco tiempo solo en duende se quedó y de un hada se enamoró.
Ahora es feliz y me lanza besos desde los confines de la tierra. 
Fin 
Autora: Mercy flores.

jueves, 6 de diciembre de 2012

GATOS, de Isabel Oliva Yanes

Este relato forma parte de la antología "CAMADA" y fue seleccionado en un concurso patrocinado por Ediciones Mandala y publicado después, junto a otros relatos muy buenos también. Para el que esté interesado en adquirirlo, os dejo el enlace:







       A mi padre le gustaban mucho los gatos. Le gustaban, en general, todo tipo de animales pero con los gatos sentía una adoración especial.
       Él se vino a vivir un tiempo conmigo para ayudarme con mis constantes y abrumadores expedientes, disciplinarios y de incapacidad, y en lo que sea que pudiera ayudarme, aunque solo fuera por no estar sola. Durante ese tiempo, entre el poco caso que yo le prestaba (comía patatas cocidas por él y huevos cocidos y alguna que otra lata) porque siempre llegaba a las tantas, se dedicó poco a poco a la actividad que más le gustaba: ver y conseguir que los gatos callejeros vinieran a él.
       Por eso, en el desayuno, que era en el único momento que nos encontrábamos, les daba los restos de lo que había comido y compraba muchas veces salchichas o atún al fin de obsequiar a sus gatos. Es verdad, que al principio, recelaban de él pero en bastantes ocasiones vi como se acercaban y se frotaban sobre sus piernas y les permitía acariciarlos. Era una actividad que le causaba gran placer y reconozco que a mí también. Pero yo no tenía tiempo ni para respirar.
       Un día se marchó y volvió al hogar familiar y jamás pensé que podía haber reunido una manada de gatos tan grande que maullaban por la mañana a la hora del desayuno. Se agrupaban en el jardín. Este era muy grande con un pequeño chalet en el que vivía yo sola.
       Mis gatos, pues ya eran míos, acudían desde las seis de la mañana y esperaban silenciosos su desayuno en el jardín, donde mi padre les había enseñado y empecé a comprar comida para los gatos. Y cada día antes de irme a trabajar les dejaba sus raciones en tres o cuatro platos y el agua también. Podrían ser unos treinta gatos, redondeando, porque cada vez que los contaba no estaban todos. Siempre venían cuando les daba la gana. Los había chiquititos, grandotes y hermosos, negros, grises, blancos, moteados, rubios y jaspeados de mil colores… Era mi único momento mágico del día y creo que el que me permitía aguantar con entereza los ataques a los que me asediaban diariamente en el puto Juzgado. Por arriba, sobre todo, pero también por los lados y por debajo… ¡Horrible!

       Tan preocupada vivía que no me di cuenta apenas de que no venían gatos, porque yo les daba alimento cuando los veía y oía, pero si no estaban siempre pensaba que habrían asaltado un cubo de basura repleto en algún otro lugar. Pasarían aproximadamente cuatro o cinco días que no veía a los gatos. Me sentí tranquila.
       Un día salí por ahí con unas amigas y llegamos tarde a casa. Una de ellas se quedaba en mi casa porque había venido desde fuera a pasar el fin de semana. Así que entramos por la cancela y entre los dos setos que había en el jardín.
       -¡Qué mal huele, por Dios!, -dijo mi amiga al entrar. Yo no me di cuenta en ese momento, pero al ir paseando fui notando el olor… ese olor… ese olor tan conocido por mí y tan odiado… pero ¡no podía ser!... ¡Era imposible! Entramos en casa, me descargué de bolsos y demás y volví a bajar al jardín para investigar sobre ese terrible hedor que se concentraba en el seto derecho de la entrada y recordé que dos días antes también había percibido ese olor, además del día anterior.
       El jardín estaba oscuro, no tenía luz particular alguna, sólo la de las farolas de la calle y el clarísimo resplandor de la luna llena. Me acerqué al seto y era de ahí específicamente de donde provenía ese hedor. Levanté y aparté las ramas y la visión me dejó aterrada y helada. Era un gato, un gato enganchado a las ramas del seto y muerto, muerto con una cara de horror como yo no había visto en mi vida, ni siquiera en los numerosos cadáveres que había levantado.
       ¡Su visión fue escalofriante! No pude pararme en ese momento ni a analizar ni a pensar, había que ver si había algún otro más y recorrí ese seto con pánico. No quería encontrar nada más, pero sí lo encontré, otro gato, esta vez blanco, también agarrado a las ramas y muerto con la misma expresión que el anterior. Me fui para adentro y se lo dije a mi amiga.
      -Creo que hay dos gatos muertos en el seto de la entrada. Voy a quitarlos. ¿Vienes?
       -¿Qué dices? ¿Estás loca? Con el miedo que me dan los muertos! -y recordé cuándo nos habíamos conocido y hecho amigas y la cantidad de levantamiento de cadáveres que tuvo que hacer conmigo sin poderlos mirar siquiera, ni acercarse…
       Me encasqueté dos bolsas de plástico en las manos, las cuales me ató a las muñecas, como le pedí y con una bolsa de basura en ristre fui a quitar a esos pobrecitos gatos.
       Era una labor harto desagradable no solo por el olor y la vista sino porque el primero estaba ya en pleno proceso de descomposición y al cogerlo se le removió todo por dentro y perdió su forma, agarrando solo la piel y los huesos. El segundo hacía menos tiempo y aunque seguía impresionada por el primero, le arranqué las patitas de las ramas y lo deposité en el cubo exterior verde de depósitos orgánicos… ¡Y tan orgánicos!
       Me dispuse a entrar en casa un poco más tranquila pero el olor seguía allí y allí y allí… y a lo largo de todo el seto que rodeaba el jardín. ¡Me quedé horrorizada! ¡Era incompresible y aterrador! Ahora ya estaba segura: eran mis gatos, mis gatos grandes y pequeños, amados y adorados los que estaban entre los setos, todos en las ramas, sin que ninguno hubiera tocado el suelo, sin ser vistos, muriendo en silencio en el único lugar que aquellos pobres gatos callejeros ¡habían considerado su casa…!

       Conteniendo las lágrimas entré en casa en busca de más bolsas de basura y salí. Iba llorando de pena, de tristeza, de dolor por los pobres gatos envenenados y por mí misma que los había adorado y por eso mismo los habían matado…
       Con la “ayuda” de un policía local, al que le solicité exclusivamente que me ayudara a entrar el contenedor en el jardín y que fue lo que hizo y se marchó disculpándose, me dispuse yo sola a recoger a todos esos animalitos que había amado y que por esa razón habían muerto. Ya me habían asaltado y robado en todas las casas en las que había vivido. En esta también, por supuesto. Ya había recibido amenazas de toda clase de muertes y no muertes. Ya llevé escolta policial y de la guardia civil y les tuve que pedir que lo dejasen.
      Todo eso y mucho más jamás me preocupó. Esto tampoco. Pero la diferencia estaba en que esto sí me importaba y me afectaba; mucho más aún de lo que yo quería reconocer.
       Seguí con mi contenedor-cementerio cogiendo gatos uno por uno, unos deshechos literalmente, otros recientes, unos pequeños, otros grandes, algunos ni siquiera los había visto nunca por allí.


  Las lágrimas caían libremente por el horror y la impotencia. Algunos estaban tan agarrados a las ramas que aunque procuraba separarles las garritas me llevaba el cuerpo y se quedaban las cuatro garras. Viaje tras viaje, transportando cadáveres que habían sido vidas y que lo único que habían hecho era confiar en mi padre y luego en mí y hacer suyo mi hogar. Por eso habían venido a casa a morir… para descansar en paz… ¡Qué cruel muerte recibieron entre espasmos y retortijones de dolor provocados por el veneno!
      Aquella noche conté cuarenta y dos gatos muertos. Aún cuando lo pienso se me rompe el alma de dolor. Cuánto daño se puede hacer gratuitamente. Sé que, mientras recogía el último gatito pequeñito al que yo acariciaba todas las mañanas, una parte enorme de mi corazón se solidificó. Saqué el contenedor con los restos. Al verme el policía que, por lo visto, se había quedado esperando cerca pero lejos, vino a ayudarme a desplazarlo y colocarlo en su sitio. Me quité las bolsas de plástico de las manos, las tiré, le di las gracias por la ayuda y me recogí en casa…
    Durante los siguientes días siguieron apareciendo cadáveres.
       Nunca jamás se lo dije a mi padre. Y nunca jamás me sentí tan sola.


Fdo: Isabel Oliva Yanes.

sábado, 1 de diciembre de 2012

REVELACIÓN, de Ricardo Corazón de León

Con este cuento corto quede como finalista en el I CERTAMEN DE RELATOS DE TERROR de eautores.




 REVELACIÓN
        Se acrecentaba la noche, desde las sombras llegaban los sonidos comunes. Cuando, de pronto, algo alertó a las nocturnas aves que dormitaban en el cementerio, y se agitaron alborotadas. Yo me hallaba sentado en el marco del ventanal y no vi nada, pero sí sentí sobre mi piel el inconfundible frío que sólo produce la proximidad de la muerte. Busqué entre los árboles, estatuas, cruces y criptas, pero no vi nada extraño.
Estaba entumecido por el frío y dispuesto a entrar, cuando de pronto, divisé una imagen fugaz, de un blanco desvaído, transparente, que vagaba entre las negruzcas y tétricas tumbas. Pero no sentí terror. Me quedé inmóvil, contemplando aquel fantasma. Su vestido largo y sutil flotaba con la brisa, iluminándose con los rayos blancos de la luna. Al igual que los largos rizos negros de su cabello. Era una imagen fantástica. Estaba próximo al encantamiento.
No podía reaccionar, no quería hacerlo. La sensación de aquella noche, deseaba, desde lo más profundo, que fuese eterna. Suavemente se acercó a mí, tomó mis manos sin dejar que su tierna mirada se apartase de la mía. Al contacto con mis manos pude sentir las suyas, frágiles, delicadas y muy frías. Luego giró y sin soltarme, me guió por el camino hacia el cementerio.
Al atravesar sus puertas tuve miedo y quise retroceder, más ella me sujetaba y con su mirada implorante me pedía que la siguiera y así lo hice. Llegamos a una cripta vetusta. Dentro se hallaban dos féretros antiguos cubiertos por mantos centenarios de encaje. Se detuvo frente a ellos. Yo también aunque no entendía lo que pretendía. Entonces tiró los mantos al suelo, quedando los ataúdes descubiertos, y a través del pequeño vidrio de sus tapas, pude reconocer en los rostros de los muertos nuestros propios rostros. 
                                          FIN 




JURMO, de Mercy Flores







JURMO

Erase una vez un Caracol viejo, muy viejo, tan viejo como el mundo. Vivía en medio de Picadilly Circus y de allí no se movía pero textualmente, no daba ni un paso. 

Llamaba mucho la atención porque llevaba un hermoso y diminuto castillo en su caparazón. Muchos años atrás se podía ver luz en su interior, pero hacía décadas que permanecía en total oscuridad. 

El alcalde de la ciudad en vista de la curiosidad que despertaba entre los transeúntes decidió rodearlo de pequeñas farolas, a escala, para que fueran exactas al resto de las de la ciudad y le cedió un pequeño trozo de asfalto. Los niños, mujeres y hombres de todos los lugares del mundo viajaban hasta allí para contemplar al viejo e inmóvil Caracol. Se sabía que aún tenía vida porque muy de vez en cuando pestañeaba y lanzaba un suspiro al aire, que muchos quisieron interpretar. 

─Que si estaba aburrido de la ciudad…
Que seguro se había perdido hacía muchos años y ya no caminaba porque no sabía a dónde ir.
Otros especulaban que daba buena suerte, y otros que la daba mala

Una mañana de invierno en medio de la espesa niebla de Londres una niña se perdió y tropezó con el viejo Caracol, se agachó hasta ponerse a la altura del animal y después de observarlo detenidamente la niña le lanzó unas preguntas:
¿Por qué tienes un castillo en tu caparazón?  ¿Qué haces aquí tan solito, te perdiste como yo?

Muy, muy lentamente el Caracol movió su boca para responder, tardó tanto en hacerlo que la niña se asusto al oír su profunda voz, ya no se acordaba qué le había preguntado. 

Me llamo Jurmo. Yo vivía hace mucho tiempo atrás en el bosque y un hada boba decidió hacer su castillo en mi caparazón, pero lo construyó de piedras preciosas porque era muy vanidosa y pesa tanto que no puedo caminar. Aquí vivió ella durante un siglo y durante todo ese tiempo el mundo se movió, pero no así yo. Se fue el bosque y poco apoco esta jungla loca de asfalto apareció y cuando un día alguien estuvo a punto de pisarme se clavó la estrella de la torre de mi castillo que era de rubí y murió desangrado en este mismo lugar, pues nadie se detuvo a observar ni ayudar, hasta que pasaron unos días y así al recoger los despojos de aquel hombre me descubrieron a mí y pensaron que daba suerte pues también encontraron el rubí incrustado en el zapato del finado. 

La niña aprovechando la niebla guardó al Caracol en su bolsillo y prometió que lo ayudaría. 

Recorrieron casi a tientas, las oscuras calles de Londres hasta que la pequeña tropezó con un perro salvaje con feroces ojos rojos y babosas fauces, aquella bestia se dispuso a atacar a la pequeña, a la que atrapó en sus mandíbulas y justo cuando iba a cerrarlas para zampársela, se clavó la chimenea del castillo del viejo Caracol hecha con plata y acero. Los aullidos de la terrible bestia se oyeron a kilómetros y un regordete anciano que rentaba la taberna del oscuro callejón recogió a la muchacha y la escondió. A pesar de su corta edad la niña estaba tan asustada que el tabernero le sirvió un ponche, con algo de alcohol, para que se calmara y funcionó; la niña se puso tan contenta que parloteaba aquí y allá con todos los clientes del lugar, tarareaba canciones infantiles y hablaba y hablaba sin parar, tanto que contó la historia del Caracol y en cuanto mencionó las piedras preciosas del castillo se abalanzaron sobre ella para arrebatárselo, echó a rodar bajo las mesas para escapar de la escaramuza sin percatarse de que el animal había caído de su bolsillo.

 

Escapó por la ventana de los servicios y comenzó a correr, metió la mano en su bolsillo y, horrorizada, notó la ausencia del pobrecito Caracol. 

Que miedo tenía, temblaba como un flan y un sudor frío recorría su pequeño cuerpo, se hallaba en la noche más oscura de su vida en un apestoso callejón y sin salida; a un lado un perro feroz que aún oía aullar de dolor y al otro unos borrachos que quizás ya habían descuartizado a su pobre amigo, pero no podía dejarlo allí, ella había prometido ayudarlo. Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que no percibió que algo más oscuro que la noche se acercaba a ella. Un nauseabundo hedor lo impregnó todo, se giró temerosa, horrorizada y se topó con unos ojos inyectados en sangre y unas fauces abiertas casi más grandes que toda ella. De aquellos ojos caían lágrimas de dolor y le propuso un trato a aquella bestia, ella le quitaría la chimenea del castillo que tenía clavada en el paladar con la condición de que él le ayudara a salvar al viejo Caracol. 

La bestia no dudó y se tumbó en el suelo para dejar hacer por la niña, costó mucho, pero consiguió arrancársela bastante rápido. 

El abominable perro dejó que la niña lo montase, cual jinete y así con toda la fiereza del mundo irrumpieron en la taberna, rescatando al pobre y cansado Caracol, al que estaban a punto de matar para quitarle todo su caparazón. 

Huyeron a toda prisa. La niña, el perro salvaje y el viejo Caracol se despidieron sabiéndose amigos eternos. 

Unos minutos más tarde la niebla se disipó y la pequeña corrió hasta su casa, cortó el castillo del caparazón del animal con mucho cuidado y lo colocó en su casa de muñecas y al Caracol lo depósito en el jardín trasero de su casa, este estaba tan contento que no podía parar de correr (bueno para ser un Caracol) y la niña le lanzó un besito volado y se marchó. 


 

A lo largo de la vida de la muchacha lo vislumbró en muchas ocasiones agazapado en los muros o balanceándose en las hojas de la hiedra y sintió la felicidad que él sentía. 

Muchos años más tarde cuando aquella niña se convirtió en una dulce anciana vio un resplandor salir de su antigua casa de muñecas y al mirar el castillo del Caracol estaba totalmente iluminado y comprendió que ahora el animal era un ángel, su ángel y que siempre la acompañaría. 

Se recostó cansada y sonrió mientras se quedaba dormida plácidamente en su último sueño. 

Fin 
Autora: Mercy Flores. 

MERCY FLORES



                        MERCY  FLORES

Sus ojos, su pelo, su sonrisa dicen mucho de mi amiga especial, pero no os podéis imaginar cómo es su corazón.
Ella es un hada, una verdadera y buena. Tiene dentro de su cabecita toda la fantasía y la imaginación que le falta al mundo.
De cada foto hace un cuento, para cada animalito tiene un estribillo. Adorna todos los días los muros de sus miles de amigos con buenos días especiales llenos de historias, unas son felices, otras tristes y otras de mucho miedo, pero lo más curioso es que, por más días que tenga el año y por más años que hace que yo la conozco, nunca ha repetido una historia.
Tiene la magia de hacerte sonreír en un día triste y de colorear tu mundo gris. De ese modo ingresa en nuestra amplia plantilla nuestra mejor amiga, cuentista e ilustradora.

Nos conocimos hace tiempo y desde que la vi, la atrapé y no quise soltarla, dándole alas para desarrollar sus fantasías y escribir relatos en blogs y concursos, de los que hemos salido muy favorecidos y nos hemos divertido mucho y espero que la lleguéis a conocer tanto como yo o más, porque nunca os defraudará. 


“Hay personas con un feroz aspecto pero en cuanto les rozas el alma se vuelven puro algodón de azúcar, esas son las que me roban mi pequeño corazón”. 
Mercy Flores