Translate

lunes, 21 de julio de 2014

IMBORRABLE, por Ricardo Corazón de León

No os hablé de que este relato es parte de un juego que ideó, Ramón Escolano, en su blog Jukeblog. Se trata de que en los blogs que se enumeran después del relato y en los que se sumen y se añadan a participar, se cuelgue un relato que tendrá que contener una frase determinada. En esta ocasión fue El objeto que sujetaba era un pequeño cilindro con un agujerito en la parte superior. Se lo acercó a la nariz y lo olió, de la novela de Isaac Asimov, En la arena estelar. Esto ocurrirá solo los tercer lunes de cada mes. Es decir, que hasta el 18/19/2014 no habrá otra de este juego.
Lo más divertido es ver y comentar lo que los otros han escrito con una frase tan peculiar. Espero que el mío os encante pero también los de los otros blogs que están abajo. Disfrutad que el verano es corto!!!

                (Foto obtenida en google. Autor desconocido)




                                 IMBORRABLE
                                     Por Ricardo Corazón de León

El objeto que sujetaba era un pequeño cilindro con un agujerito en la parte superior. Se lo acercó a la nariz y lo olió, después de haber mirado por él y no ver nada y hacerlo sonar sin resultado. El olor tampoco le dio ninguna pista pues no tenía aroma alguno. Sabía que debía tener importancia y que, de algún modo, servía para algo relevante pero, de momento, es lo único que tenía. 


Repasó el lugar donde se encontraba. Había llegado allí a través del bosque de arrayanes, un increíble lugar al que había llegado para verlo de vacaciones, en temporada baja para no tener compañía. Tuvo que recorrer medio mundo para ver por fin aquellos árboles únicos que solo existían en esa isla. Llegó hasta allí en una barca de motor porque su viaje incluía esta visita, pero el guía brilló por su ausencia. Le dio dos horas para regresar al embarcadero y luego se iría, no volviendo a pasar hasta el día siguiente.


Tras examinar meticulosamente el color azafrán de los arrayanes descortezados; eran una de las pocas especies que a medida que crecen y son más añosos van desembarazándose de la corteza que los presenta como iguales a los otros, del mismo color. Sin embargo, una vez caída, el color azafrán, el olor particular de los mismos, la calidez de sus troncos los volvía únicos. Era como estar en un cuento de Walt Disney. 


Fue curioseando por donde seguía el camino y dio con una cabaña que parecía sacada del mismo dibujo de Hansel y Gretel. Por supuesto, entró. Estaba seguro de que era un reclamo para turistas. ─¡Que gente! ¡Cómo se aprovechaban de cualquier circunstancia para atraer extranjeros y nacionales, incluso!


Al entrar todo era como imaginó pero vacío, estaba todo abierto y había bebidas, caja registradora no enchufada y todo sin funcionar, pero se tomó un agua y cogió una Pepsi light para el camino. La metió en la mochila y siguió. Se dirigió nuevamente a la puerta y salió pero en vez de llegar de nuevo al bosque entró en otra habitación exactamente igual a la que acababa de dejar. De hecho, miró a ambos lados para comprobarlo otra vez y no había ninguna duda, dos cuartos iguales. ─Me he debido equivocar de puerta ─se dijo en voz alta para darse seguridad─. Estoy muy despistado.

Cerró la portezuela y se dirigió a la siguiente, repitiéndose el proceso anterior, una y otra vez, una y otra vez hasta haber abierto todas las puertas que había en la sala. También optó por traspasar y quedarse en la nueva habitación, marcando, no obstante, la salida que acababa de cruzar, y como no llevaba rotulador o similar, lo hizo mediante una muesca con su cuchillo de cazador. Esto le tranquilizó un poco y se dispuso a hacer lo mismo que había hecho y obtuvo los mismos resultados. Empezó a desordenar los objetos, al mismo tiempo, que se inquietaba y comenzaba a sentir miedo. Esto no era posible. ─¿Qué demonio está pasando aquí? ─gritó para sí mismo, pues nadie había allí. Pensó en el guía que, al no verlo, se alertaría y vendría a buscarlo, pero luego recordó que había dicho que si no aparecía le recogería al día siguiente. Por tanto, le costaba reconocer que tendría que pasar la noche en ese lugar laberíntico. 


Le recorría por la espina dorsal una sacudida de terror al pensar que quizás este sitio no existía en la realidad, ahí fuera, en el bosque de arrayanes. Sus pelos se pusieron de punta y sintió frío y honda preocupación. Pero no se rindió, siguió buscando y marcando puertas que luego nunca encontraba. Era inaudito. Si se lo cuentan no se lo habría creído. No era un chiste, salvo que todo terminase bien, pero aún así a él no le parecía ningún chiste y no le hacía ninguna gracia. Pasó tres horas abriendo y cerrando puertas hasta que cansado se sentó en una de las mesas con sillas preparadas y distribuidas por todo el salón. Estaba exhausto. Se recostó sobre sus brazos apoyados en la mesa y recorrió el suelo sin darse cuenta de lo que veía, pero de pronto algo le hizo volver a la realidad. Había una trampilla debajo de una de las mesas centrales. ─¡Eureka! ─chilló, sintiéndose mejor por momentos.

Se puso en pie y abrió la portilla que llevaba al sótano. No había luz alguna. Sacó su linterna de explorador curtido y repasó la escalera que descendía y el lugar milímetro a milímetro. No había nada más que las paredes excavadas y el suelo de tierra batida. Todo con el color azafrán de los arrayanes. Después de repasar una y otra vez encontró este objeto. Un pequeño cilindro con un agujerito por arriba y con el que no sabía qué hacer. Estaba seguro de que este abalorio le sacaría de aquí como si fuera una varita mágica, pero lo que no sabía era cómo hacerlo funcionar. Probó soplando hacia fuera y adentro, con la nariz y con la boca, intentó oír algo por si producía algún sonido. Metió todos los dedos de la mano (los que cabían) en ese agujerito y ya no se le ocurría qué más hacer. Ensayó con palabras ridículas en cualquier otra situación, pero no aquí. ─¡Abracadabra! ¡Abracadabra! ─decía mientras estiraba el cilindro hacia un lado u otro. Creía que podría salir un rayo y abrirle la puerta al mundo exterior.


Finalmente, desistió. Se sentó en el suelo y lloró amargamente mientras sostenía el objeto en sus manos. ─¿Qué era esto y por qué le ocurría a él? ¿Era un castigo? ─pensaba, pero no se le ocurrió qué podía haber hecho para merecerlo. Repasó su vida, los acontecimientos más importantes. Era soltero, no tenía hijos, hijo único, sin familia, adinerado y dedicado a viajar por todo el mundo investigando y conociendo nuevos lugares. ─¿Qué he hecho mal? ─dijo en voz alta. ─Necesito ayuda, por favor ─y siguió llorando con desconsuelo. Cuando una de las lágrimas alcanzó el agujerito que había en la parte superior una melodía como de cuento de hadas se oyó, poco a poco desaparecían las paredes, la escalera y el suelo en el que estaba tumbado y aparecía el bosque de arrayanes sobre cuyas hojas otoñales se hallaba ahora. El cilindro había desaparecido, a pesar de que lo buscó. Pero le interesaba mucho más salir de ahí y comprobar que se hallaba en el camino correcto y no en otro mundo, así que corrió hasta vislumbrar un camino que siguió, recordando que el guía le había dicho que solo había uno de ida y de vuelta, de modo que daba igual qué sentido cogiera. Tiró por la derecha y tanto subía como bajaba por el sendero de cemento y travesaños de madera. Estaba agotado pero la adrenalina le daba alas y el cielo estaba empezando a oscurecerse, por lo que aún puso más ahínco por llegar a alguna parte y, finalmente, en la distancia vio el muelle donde se encontraba la barca, con su guía y el propietario de la misma a bordo, que le estaban esperando. 


Gritó lo más fuerte que pudo para que no se fueran y ultimó los metros que le quedaban a la velocidad de una gacela. En cuanto llegó al muelle se desplomó mientras el guía le sujetaba para que no cayese al suelo. Se había quedado inconsciente. Lo tumbaron allí mismo, en el dique y le cubrieron con mantas. En sus desvaríos veía claramente cómo unos seres diminutos de color canela reparaban cada uno de los árboles quitando las señales que los turistas enfermizos y maleducados marcaban sobre ellos. También reparaban las ramas resquebrajadas y ayudaban a caer a las hojas ya marchitas. En sus sueños vio un hada, si es que eso era un hada, pues ignoraba cómo eran. Era una pequeña, pero mucho más grande que las figuritas diminutas de color canela. Tenía alas de color dorado pero transparentes y ella se asemejaba en todo a una figura humana, salvo por tener las orejas puntiagudas y los labios verdes. Parecía que era ella la que dirigía a los obreritos aunque no se pronunciara ni una sola palabra. Seguía sonando la música que había escuchado al producirse el hechizo como si saliese de unos bafles instalados en todas partes del bosque. Esa princesa del tamaño de una niña de siete años, vestida con hojas rojas de parra se acercó solemnemente al cazador tumbado. Le besó en los labios y le hizo un gesto de imposición de silencio, mientras le guiñaba un ojo y el dedo lo llevaba a sus labios. Con un chasquido de dedos apareció en su mano el cilindro con un agujerito en la parte de arriba y se lo metió al hombre en uno de los bolsillos del pantalón de cazador que llevaba. Por último, realizó otro chasquido y en su mano apareció una especie de cristal verde en forma de lágrima y se lo puso en el corazón, diciéndole con esa voz que se le quedaría en la memoria durante toda su vida:


─Las lágrimas son la sangre del alma. Si son de dolor o angustia utiliza el pocito y si son de alegría haz lo mismo con la lágrima verde. Unas a otras se llenan y recuerda que si tienes lágrimas no dejes de verterlas. ─diciendo esto sonrió y se evaporó.


En ese momento, el señor Fernández-Villa recobró el conocimiento. Permaneció unos minutos recuperándose y pensando. En toda su vida nunca había llorado por nada ni por nadie y ahora había llorado de dolor, miedo y angustia en el sótano y de alegría y paz en este momento. Se encontraba más completo, más fuerte, no sabía describirlo bien pero la sensación era muy gratificante. Y comprendió.

                                                                FIN

sábado, 19 de julio de 2014

ARRINCONADA (2ª parte), de Ricardo Corazón de León


Aquí dejo la tan solicitada continuación de mi relato, el que se ha publicado en la Antología de relatos llamada FÁBRICA DE CUENTOS y en este enlace podéis comprarla, si queréis. Pinchad en el título y ya está. Siempre es de agradecer. 
Para aquellos que no se leyeron la primera parte, está aquí y si queréis saber de qué va la antología o quién participa, pinchad acá.


                         (Pintura de Olga Artigas, hecha ex-profeso para este cuento)






Por los carteles que veía en la carretera, cuando abandonaban los caminos de cabras que frecuentaban, supo que estaban cerca de La Romana. Antes de llegar a la pequeña ciudad, pues no era el poblado que imaginaba, se desviaron a la izquierda por un sendero casi invisible. Alcanzó a ver por el rabillo del ojo el nombre de Katanga y la flecha en la dirección por la que se habían metido. 


Dentro de un momento se haría de noche pues en este paraje cercano al ecuador, anochecía en minutos desde que el sol tocaba el horizonte y la noche se precipitaba como si tuviera prisa. Aquí no había farolas y cada vez estaba más oscuro. Si el camino era invisible, ahora ya solo se veían los grandes matorrales que el vehículo aplastaba por delante. Pararon cuando apareció una pequeña zona  redondeada, libre de vegetación,  con una acacia en un lado.


Bajaron, sacaron las lonas para extender en el suelo y Cristóbal le enseñó un camino diminuto que la llevaba hasta un río pequeño. Le dejó la linterna y se marchó. Ella aprovechó para lavarse en esa agua, tan cristalina que únicamente con el reflejo de la luna llena, permitía ver sus pies dentro del río. Se relajó, nadó displicentemente y canturreó mientras se secaba con una pequeña toalla de tocador. Había sido como un oasis en medio del desierto. Cuando ya se había vestido, el más joven de los dos que la acompañaban llegó corriendo, y cogiéndola por la mano, y tapándole la boca la tiró al suelo. Ella le miró sin comprender y él hizo un gesto para que permaneciera en silencio y echada. Mientras él se arrastró hasta el neceser de Laura y lo trajo sin el menor ruido. Oyeron voces que ella no entendió y siguieron tumbados en el suelo con las cabezas bajas. Alguien que olía a tabaco se acercó con suavidad en su dirección, pero al llegar al arbusto, se desvió para inspeccionar detenidamente el río. 


Ellos se arrastraron en perfecto silencio para impedir que les viera al darse la vuelta y se pusieron nuevamente detrás del seto. Mientras lo hacían, Laura pudo ver la espalda y el rifle del individuo. El hombre era blanco. Balbuceó unas palabras rabiosas y se dirigió hacia la acacia. 


Minutos después gritos horrísonos sonaron, carreras, palabras… Ella ardía, estaba acalorada sin ningún motivo, se ahogaba, intentaba respirar mientras los chillidos se sucedían y un tambor comenzaba a marcar un ritmo lento, pausado y vital. Su corazón se aplacó de inmediato al sonido acompasado del tambor y ya no quemaba su cuerpo, sólo sus ojos. El joven la miró estupefacto y con cierto recelo. Los ojos de Laura eran rojos, del color de la sangre, primero, y del fuego, después. No sabía lo que le ocurría pero no se atrevía a tocarla. Sabía que tenía que protegerla de los orishas pero ella misma parecía un Ogun, uno de los guerreros.


De sus ojos salieron manantiales de agua roja con vida propia. Ella permanecía acostada. Solo tenían vida esos extraños haces luminosos como volutas de humo carmesí que se alejaban de ellos en dirección al claro de la acacia. El ritmo del tambor entretanto se había incrementado, así como los latidos del corazón de Laura que nada decía, nada veía y todo comprendía.


Las nubes, los vientos rojos, llegaron hasta los individuos que habían aparecido. Ellos se callaron, la danza cesó, los extraños graznidos y los chillidos también. Solo el tambor seguía implacable marcando su ritmo. Al ver aquella neblina granate de fuego acercarse a ellos y rodearlos, intentaron huir gritando de terror, despavoridos. Pero cada uno de ellos, como si la niebla se transformara en un látigo, fue atenazado por el cuello, asfixiado lentamente hasta su muerte. Reinó un desorden en el caos de la noche que cesó tan rápido como empezó. Con el último aliento de los aparecidos también paró el tambor y las nubes y luces rojas desaparecieron, dejando a Laura inánime en el suelo. 


El anciano volvió con una expresión confusa y admirada y contempló lo que aquél gran orisha había logrado. Todos los que les habían atacado, tal como él había visto en sus visiones, lo hicieron por sorpresa, pero como Cristóbal había sido advertido, solo encontraron paja en los bultos que parecían personas. En su afán de venganza, empezaron los ritos más salvajes que había visto. Vudú negro. Mataron, después de torturarlos, retorciéndoles las patas y arrancándoles la lengua, varios gallos; bebieron su sangre, se restregaron con ella; libaron copiosamente bebedizos del oba o monarca y fumaron hierbas espirituales; el brujo era un babalao, un gran sacerdote de la santería, e invocaba a los orishas guerreros y buscaba el lugar en que se encontraban los que los habían burlado con la concha de un caracol santificado; y a la luz del fuego, los demás aleyos bailaban cada vez más rápido, hasta entrar en trance, con los ojos en blanco mientras seguían bailando.


Crístobal y su discípulo Lli-Lfá o Lucas, observaron el fenómeno de la niebla roja y todo lo que sucedió y de este modo, llegaron hasta Jorge —el más joven de los dos seguidores— y Laura, que permanecía desmayada. Atendida con paños llenos de hierbas y agua del río volvía en sí poco a poco. Cuando abrió los ojos, el anciano se postró en tierra ante ella y los otros dos le secundaron. Laura tomó las manos del viejo y le hizo levantarse. Se miraron y una nueva corriente se estableció entre ellos. Todavía estaba en peligro Odu Kwara, el gran sacerdote consagrado del vudú blanco, venido desde Haití huyendo de los seguidores del vudú negro.


Faltaba poco para llegar hasta Katanga, uno de los barrios de La Romana, con su selva al lado del río Dulce, pero antes era preciso descansar ya que tendrían que caminar a partir de ahora por senderos intrincados. El Land Rover les esperaría en el sitio acordado por Cristóbal. 


Antes de amanecer reemprendieron la marcha, siendo solo tres, Jorge, Cristóbal y Laura. Lucas se había ido con el coche. Para avanzar, iban macheteando las continuas ramas, hojas y lianas, haciendo pesado y lento el caminar. Cuando por fin alcanzaron su destino llegaron exhaustos. Encontraron a un hombre imponente, negro, de un metro, ochenta y cinco centímetros y sobre los noventa kilos de puro músculo. Él no se sorprendió de su llegada. Se levantó del suelo, al lado del río, para recibirles y hacerles entrar en su choza. Su cabaña era de madera igual que las demás aunque estaba pintada de rosa sucio. Entraron y les ofreció enseguida un botijo con agua. Laura se sentó cansada entre esas paredes y esas gentes con las que había soñado desde que llegó a la República Dominicana. Estaba segura de que el que los había recibido era Odu Kwara aunque nunca le hubiera visto la cara ya que en el sueño siempre llevaba la máscara de las conchas, semillas y caracolas. Por fin había llegado y podía advertirle del peligro que corría, pudiendo alterar el resultado de su sueño. Cristóbal hablaba precipitadamente con Odu que escuchaba con atención. Jorge le sirvió un tazón de carne guisada con verduras que devoró con hambre de quince días. Aunque le hubiera gustado repetir ese guiso exquisito no se atrevió a decir nada pues no sabía en qué idioma hablaban ni a quién tenía que pedírselo. Jorge reapareció con una taza y un calentador de agua, sirviéndole un líquido amargo y verde. Cogió un poco de azúcar y se lo tomó.


Los demás también habían comido y bebido y siguiendo a Odu cruzaron el río y se internaron a paso ligero en la selva, abriendo brecha con los machetes. Aproximadamente contó una treintena de seguidores, todos armados con lanzas y escudos. Odu Kwara que precedía la marcha, llevaba colgando una piel de serpiente enrollada a su cuello, varias pieles de animales diversos y el cinturón con los mismos objetos que le había visto en sueños. Supo que habían llegado porque se pararon y diseminaron por los árboles. Odu y Cristóbal se quedaron a su lado, encendieron un fuego, extendieron una piel de vaca y cuando todos regresaron comenzó un cántico ronco y vibrante. El fuego creció, reflejándose en los cinco collares de piedras distintas que llevaba Odu. La noche se había adueñado de la luz y solo se veían los ojos blancos de los seguidores y de sus dos sacerdotes. Entre el canto y como si hubiera sido una invocación oyeron ruidos de maleza y aparecieron los mismos cadáveres que había dejado el día anterior. 


¡No podía ser! ¡Pero si estaban muertos! No obstante, se acercaban con un andar extraño y siniestro y sus ojos estaban vacíos. Nada había en sus cuencas. Al borde del horror, Laura, de pronto, se repuso y de forma extraña, pronunció palabras que no sabía en un lenguaje antiguo y milenario que jamás había aprendido. Con seguridad y firmeza fue entonando con ellas el cántico de la batalla, que todos siguieron frenéticamente. Odu con los ojos cerrados, también cantaba y ella se movía al compás del invisible tambor. Cuando el canto se elevó los cadáveres se detuvieron, apenas unos minutos. Apareció Lucas con otros tres hombres portando un cerdo de gran tamaño que dejaron a los pies de Odu. Este le dio muerte con destreza mientras el clamor era cada vez más potente. Del cuello del cerdo manaba la sangre a borbotones. Fue recogida en una jarra de la que todos bebían y se pintaban los colores de la guerra en la cara. Laura fue la primera en beber sin abrir los ojos y a continuación cayó sentada sobre la piel, con la espalda enhiesta y los ojos abiertos, sus ascuas tiznadas… De nuevo eran color de sangre y fuego y de ellos comenzaba a salir el humo carmesí que ya conocía. Odu Kwara se sentó a su lado y abrió los ojos que permanecían volteados, completamente blancos.


El suelo se estremecía y de pronto se convirtieron en sacudidas violentas que, en oleadas, se extendían hasta llegar a los muertos andantes, que se balanceaban torpemente y caían una y otra vez, porque volvían a levantarse. En el punto álgido de los cantos y de la oscuridad, de los ojos de Laura brotó un pequeño hilo de fuego que se fue ensanchando con rapidez en dirección a esas horribles criaturas. Los salmos adquirían un frenesí excitado, permaneciendo en el aire como si estuvieran vivos. La sangre, el fuego y los temblores arrasaban a los muertos que no se volvían a levantar pero que rápidamente eran sustituidos por otros desconocidos. En un último paroxismo Laura gritó agudamente, tan alto que taladraba los oídos de los vivos pero que reventaba a las decenas de cadáveres que habían aparecido y les hizo esfumarse definitivamente en un estruendo que se unió a su chillido de muerte y destrucción.


Cuando todo terminó, Odu Kwara se quitó los collares sagrados de los orishas guerreros que llevaba y se los puso, uno por uno, a Laura, que mirándole fijamente los recibió y con una sonrisa selló el compromiso adquirido.


Finalmente había encontrado su lugar en el Universo.




FIN

jueves, 17 de julio de 2014

ARRINCONADA, de Ricardo Corazón de León


Hoy os doy la primicia de leer el cuento con el que he participado en la antología de Fábrica de cuentos. En este enlace podéis adquirirla por un módico precio. No os arrepentiréis. Y ahora el cuento. Para el cual la pintora, Olga Artigas hizo una obra solo para mi relato, a la que le agradezco infinitamente este detalle, no solo por no ser la primera vez. Ya ha hecho unas cuantas portadas y muchas ilustraciones y pinturas. Os dejo que juzguéis vosotros mismos. Lo he tenido que dividir en dos porque era muy largo para leerlo de una tacada.

(Pintura de Olga Artigas, "Arrinconada")




ARRINCONADA


Por Ricardo Corazón de León


Vino a la República Dominicana de vacaciones, como todos, a Punta Cana, pero…


Así empezó su historia y de repente está atrapada en una casa desconocida con gente de color, desconocidos que hablan y practican ritos y bailes que ella no comprende… ¿o sí?


            Desde que llegó de vacaciones a uno de estos hoteles resort a la orilla del mar, en un todo incluido con una simple pulserita, se había convertido poco a poco en una nativa, a pesar de su aspecto, racialmente opuesto al de los dominicanos.


            Se negaba a hacer lo que los demás turistas. Ella deseaba integrarse en el paisaje, en la selva, en las raíces de los árboles y en la tierra. Comenzó con sueños extraños sobre muertes y asesinatos. No entendía por qué, pero se había convertido en una extraña para sí misma. Su carácter era de natural tímido, tanto que a veces dejaba pasar sus deseos de largo por no ser capaz de alzar la voz y hacerse notar. No sentía mucha curiosidad por nada. Aunque culta e inteligente no lo manifestaba de ninguna manera pudiendo perfectamente pasar por pacata. Era dócil, como decía su madre, aunque ella lo traducía en mansa. Para qué pelear si había tantos contendientes en el terreno y ella tenía miedo a todos y de todo. Ese era su peor defecto, el miedo, que casi se convertía en neurosis cuando se hallaba fuera de casa, como ocurría ahora. 


            Su cuerpo parecía una prolongación de su carácter. Nada excesivo, llamativo ni brillante. Agradable en su aspecto, pasaba desapercibida con su piel pálida, su pelo rubio ceniza y la falta de colorido en sus vestidos.


            Se había visto involucrada en supersticiones y creencias que invocaban a los espíritus y dioses más remotos. A través de sus sueños supo que una persona a la que llamaban Odu Kwara iba a ser asesinado y por las vestimentas que portaba en la pesadilla, debía ser un brujo, al que veía al lado de un río. Este repetitivo sueño no cesaba y permanecía las horas despierta para evitar verse obligada a soñarlo de nuevo. Presentía no sólo que el sueño era un hecho, sino que además era un hecho futuro, que aún no se había producido y, por tanto, evitable.


            En circunstancias normales hubiera acudido a su médico para que le diera algo que le permitiera dormir, pero en aquella mágica tierra la sangre hervía y el corazón latía al compás de una danza y de una música inaudibles pero ciertas.


            Entonces ¿cómo encontrar al protagonista de su sueño, con una máscara llena de conchas y caracolas? Recordaba detalles del brujo, le veía con una cinta de cuero alrededor de las caderas de la que pendían objetos, muchos de ellos desconocidos, otros no, como patas de conejo, colas de animales inidentificables, cabezas de madera o calabazas, la cresta de algún gallo… 


            Se le ocurrió que si conseguía mezclarse con alguien del país, quizás viera objetos similares a los que aparecían en sus sueños y podría encontrar un rastro. Así que cogió la guagua, que la llevó en dirección a Higuey, el primer pueblo que encontró en el mapa. Iba empapada de la humedad, tan elevada, propia de las latitudes en las que se encontraba, pero no se le hacía desagradable ni insoportable. Todo aquel viaje era una sorpresa. Cuando se enteró de que había ganado el viaje que todos los años la empresa sorteaba entre los empleados no podía dar crédito a su suerte. Sus compañeros la miraban asombrados y ella, azorada, quería que el suelo se abriese a sus pies y poder desaparecer. Pero no sucedió así y soportó una ronda de felicitaciones, verdaderas pocas y envidiosas y falsas, muchas. Pensó inmediatamente en rechazarlo, si ni siquiera tenía a alguien para el otro billete, pero extrañamente no lo hizo. A partir de ese momento su monótona y adocenada vida dio un cambio de ciento ochenta grados. Su billete de sobra lo remitió en un sobre, sin remite al Centro de Cáritas con el que colaboraba como voluntaria. Se instruyó del clima y las necesidades del viaje, hizo sus maletas y se embarcó en el más desconcertante crucero que tuvo nunca. Y el último.


            Esto venía pensando con una sonrisa en los labios. Le parecía que nunca había vivido nada de verdad. Había pasado por su existencia sin enterarse y ahora llegaba su revancha. 


            Llegó a Higuey y abandonó la única calle comercial que había, llena de puestecillos de comida, bebidas, estatuas, collares, cuadros y diversos objetos de recuerdo. Se introdujo en una calle sin asfaltar y con casas de madera gastada y vieja, sucias y pintadas con ese azul celeste desvaído por los años. Había niños pequeños a la puerta de sus casas o solitarios caminando de un lado para otro. No circulaba ni un vehículo y ella no encontraba lo que buscaba. Giró a la izquierda por otra callejuela aún más miserable y avanzó por delante de casas abiertas donde creía ver ojos huraños espiándola. Se acobardó y empezaba a perder la valentía que le había llevado hasta allí, así que decidió volver al hotel y olvidar esa pesadilla sin sentido. Se dio la vuelta y como surgido de la nada, apareció frente a ella, a escasos centímetros de su cuerpo, un viejo renegrido, esquelético y encorvado que se apoyaba en un bastón en forma de serpiente. De su cinturón colgaban símbolos y objetos similares a los que ella buscaba y supo que esto era lo que venía buscando. 


            Él susurró oluku mi y le hizo un gesto para que le siguiera y, para su extrañeza, ella le siguió sin dudar, contrariamente a lo que su lógica le dictaba. La llevó a una casucha del mismo color que la tierra. Subieron tres peldaños y se sentaron en el suelo sobre una raída alfombra. Entre ambos se hallaba una cafetera o tetera de cobre y dos tazas iguales. Sacó el anciano de su zurrón una bolsita con hierbas que echó en ese calentador de agua. Sirvió ambas tazas y ella se lo tomó como si lo llevara haciendo durante años. En un instante sintió una gran relajación de todo su cuerpo y pese a que estaba despierta, el sueño se repetía delante de ella. No entendía cómo pero el viejo lo contemplaba también. Ella habría asegurado que esto era magia pero nunca se preocupó de averiguar cosas absurdas. Ahora lo comprendía como si siempre lo hubiera llevado en la sangre.


            Una y otra vez esa pesadilla que tanto la espantaba y agotaba se reproducía ante sus ojos. En el momento en que apareció la víctima, Odu Kwara, ella lo señaló. No sentía turbación ni recelo alguno. De ese modo, sin utilizar las palabras, le trasmitió al que buscaba lo que necesitaba.


            Cuando la sucesión de imágenes se acabó, el hombre se puso en pie y con un gesto de presentación dijo su nombre, Lle Inle, y sonriendo dijo o Cristóbal. Ella se presentó, Laura. Sin embargo, el  español del anciano se limitaba a su nombre, aunque se expresaba bien en inglés y en un idioma que ella no había oído nunca. A través de sus gestos y palabras, entendió que Cristóbal iba a acompañarla el resto del camino en busca de Odu Kwara quien al parecer existía.


            Él desapareció tras una cortina y apareció con dos tazones de barro repletos de una especie de sopa o menestra con abundantes verduras y algún trocito de carne. Y junto con una cuchara se lo acercó. Decían que las comidas de los indígenas estaban cocinadas con aguas sin desinfectar de los ríos y que producían enfermedades como la disentería, la difteria, el cólera u otras de menor importancia. También sabía que utilizaban muchas especias y picantes que podían hacerla arder durante horas. Pero ella lo aceptó como si fuese un puré de verduras de su casa y comió con hambre. A continuación, Cristóbal le mostró un colchón tirado en el suelo sobre el que ella estiró su gran pañuelo de gasa de color tostado, que nunca abandonaba, su bolso, y se tendió sobre él sin poner objeción alguna.


            En la noche se oían los cantos, los chirridos y los ruidos propios de la selva de la que distaban escasos metros y le pareció que todo estaba en orden, que se encontraba donde debía y así se sentía por primera vez en su vida.


            Descansó sin sueños ni pesadillas, con un sueño profundo. Amaneció tarde. Cuando despertó lo primero que vio en el suelo fue su neceser personal y dentro de él dos vestidos perfectamente doblados. Ni siquiera este hecho la desconcertó por su singularidad. Fuera de la casa, en un cubo de agua se lavó y peinó y cuando estuvo preparada, Cristóbal apareció tan súbitamente como la primera vez. La condujo en dirección a la selva. Le acompañaban dos dominicanos cuya edad podría oscilar entre veinte y veinticinco años y una jauría de niños que corrían detrás.


            Al llegar a unos grandes setos, comenzaron a descubrir, quitando rama tras rama, un vehículo todo terreno grande, del mismo verde que las palmas y troncos que lo cubrían.


            Uno de ellos subió al volante, le indicó que se sentara a su lado y Cristóbal se colocó al otro lado cerrando la puerta. El otro chico estaba en la parte trasera del Land Rover, protegiendo algo que estaba tapado con una lona sucia y parda, en el suelo y de grandes dimensiones. De este modo, comenzó su éxodo hacia lo desconocido. 



(continua aquí )

Fábrica de cuentos, por autores varios (AAVV)


                           (Portada de Alexander Copperwhite)


       (Contraportada de Igor Hernández)
 Hoy celebro, aunque debía haberlo hecho antes, cuando salió la publicación de una antología, Fábrica de cuentos en la que ocupo el primer lugar, con un cuento inédito hasta el 8-7-2014 en que salió a la luz este libro. 

De él me siento muy orgulloso porque es un buen relato (por lo menos, a mí me parece de los mejores que he escrito). Se titula ARRINCONADA y abre, como he dicho esta antología.

En ella participan 21 autores con un relato corto o cortísimo cada uno. Creo que el mío es el más largo. La primordial diferencia con otras antologías es la diversidad de géneros. Cada uno escribió de lo que le apeteció o de lo que mejor se le daba y podéis encontrar de todo. Costumbristas, realistas, fantásticos, eróticos, ciencia-ficción, terror, filosófico... Por tanto, si no os gusta el primero pasáis al segundo o siguiente o siguiente.

Los autores que han participado y sus relatos son los siguientes:

Arrinconada, de Ricardo Corazón de León (yo, jejejejeje...).   
Diario de un pecador, de Rocío Pérez Crespo.
Don Perfecto y el hombre invisible, de José Durán.
El lago al otro lado, de Igor Hernández.
El maleficio, de Polonio Niobio.
El país de las maravillas, de Pedro Molina Moreno.
El primer sol del verano, de Juan Manuel Berná Serna. 
Lady Wind, la dama del viento, de Ramón Cerdà Sanjuan. 
La hazaña de Rafael en Azulia, José Enrique Serrano Expósito. 
La profecía, de María Orgaz. 
Los infiltrados, de Jack Crane. 
Más allá del bosque, de María Valgo. 
Ochenta centímetros cuadrados, de María Bravo. 
Pasión por la caza, de Chiqui Lorenzo. 
Piel de esparto, de Daniela Cassina.
Sal en las venas, de Alexander Copperwhite. 
Sombras Negras, de Jose Antonio Flores Yepes. 
Ululato, de Marie Lautrec.
Una tierra de caballeros ciegos y sordos, de Juan Cuquejo Mira. 
Un tren a Montpelier, de Mariano Sanz Navarro. 

Repito el enlace para comprar Fábrica de cuentos. Solo tenéis que pinchad aquí.